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martes, abril 25, 2006

Jorge Bucay - Dejame que te cuente


Hace un mes o mas acabe de leerme un libro el cual recomendaria a todo el mundo, pues son de esas cosas de las que todo el mundo puede aprender. En el se cuentan situaciones sobre un muchacho el cual acude a una terapia donde se le muestran sus problemas a modo de cuentos para poder ver mas facilmente sus posibles soluciones.

Bueno, he elegido un cuento que me gusto mucho del libro porque la moraleja es muy buena, pero los hay aun mejores.



Cuando Lien—tzu murió, su esposa Zumi, su hijo mayor Ling y sus dos niños pequeños, quedaron en la más absoluta pobreza. Mientras el hombre de la casa estaba vivo, había estado trabajando de sol a sol en las plantaciones de arroz de Cheng. El grueso de su paga era en arroz y sólo recibía unas pocas monedas, que apenas alcanzaban para las mínimas necesidades de la familia, a la cabeza de las cuales estaba el pago de los maestros y los cuadernos de estudio para Ling y sus hermanos.

El día de su muerte, Lien—tzu salió de su casa como siempre antes del amanecer. Camino a la plantación escuchó los gritos de auxilio que daba un anciano, que era arrastrado por las caudalosas aguas del río. Lien—tzu lo reconoció, era el viejo Cheng, el dueño de la plantación donde él trabajaba. El nunca había sido un buen nadador, y se necesitaba ser un gran nadador para siquiera entrar en el río; cuánto más para rescatar al anciano.

Miró a su alrededor, pero nadie transitaba el camino a esa hora... y correr a buscar ayuda, le llevaría más de media
hora... Casi en un impulso, Lien—tzu tomó aire y se arrojó al río. Apenas llegó al anciano, la corriente empezó a arrastrarlo también a él río abajo. Los cuerpos sin vida de ambos aparecieron abrazados en el remanso del río, algunos kilómetros abajo... Tal vez porque de alguna manera los hijos del anciano quisieron hacer responsables a Lien—tzu de la muerte de su padre, quizás porque el pequeño Ling era demasiado joven para el trabajo, o quizás porque como dijeron, no había tanto trabajo en los arrozales, pero el caso es que los hijos del muerto se negaron a concederle a Ling el derecho de conservar el trabajo de su padre.

El joven Ling insistió. Primero les dijo que con sus trece años él ya era bastante grande para el trabajo, después les dijo que ese trabajo lo había heredado de su padre, después habló sobre su capacidad de trabajo y sobre su habilidad manual y cuando todo esto no sirvió, Ling les rogó el trabajo argumentando la necesidad económica de su familia. Ningún argumento alcanzó y el joven fue invitado a retirarse de la plantación.

Ling se indignó y empezó a alzar la voz, a reivindicar el sacrificio de su padre, a hablar de explotación, de derechos, de demandas, de exigencias... En medio de un forcejeo, Ling fue sacado a empellones del lugar y arrojado a la polvorienta calle... Desde entonces la familia comía cuando podía, apoyada en algunos trabajos temporarios que conseguía Ling, y el sacrificio de su madre que lavaba y cosía ropas para otros.

Un día, como todos los días, Ling salía de la plantación, como todos los días había ido a pedir trabajo, como todos los días le habían dicho que no había nada para él... Salía con la cabeza baja, mirando el piso y sus gastadas sandalias. Pateaba las piedras que encontraba, consolando su dolor. De repente pateó algo y sintió un ruido diferente, buscó con la mirada lo que había pateado... No era una piedra, era una bolsita de cuero cerrada con un cordel y cubierta de tierra. El joven la volvió a patear. No estaba vacía. Hacía un hermoso ruido al rodar por le piso. Ling siguió pateando la bolsita durante horas y horas, disfrutando del sonido que hacía... Finalmente la levantó y la abrió.

Adentro había un montón de monedas de plata... ¡muchísimas monedas!... Más de las que él había visto en su vida... Las contó. Eran quince. Quince hermosas, nuevas y brillantes monedas. Y eran de él. El las había encontrado tiradas en el piso. El las había pateado durante media hora. El había abierto la bolsa. No había duda de que eran suyas...

Ahora por fin su madre podría dejar de trabajar, sus hermanos volverían a estudiar y todos podrían comer los que quisieran... todos los días. Corrió al pueblo “de compras”... Llegó a la casa cargado de comida, de juguetes para sus hermanos, acolchados para abrigo y dos hermosos vestidos, traídos desde la India, para su madre. Su llegada fue una fiesta... todos tenían hambre y nadie preguntó de dónde había salido la comida, hasta después de haberla terminado.

Después de la cena, Ling repartió los regalos y cuando los niños, cansados de jugar, se fueron a dormir, Zumi hizo señas a Ling para que se sentara a su lado. Ling ya sabía que quería su madre.
— No creerás que lo robé –dijo Ling.
— Nadie te regalaría todo esto por nada... –dijo su madre.
— No, nadie regala –asintió Ling—. Lo compré. Yo lo compré.
— ¿Y de dónde sacaste el dinero, Ling?

Y el joven le contó a su madre cómo encontró la bolsa de las monedas...
— Ling, hijo mío, ese dinero no es tuyo –dijo Zumi.
— ¿Cómo que no es mío? –protestó Ling—. Yo lo encontré.
— Hijo, si tú lo encontraste, alguien lo perdió. Y ese que lo perdió es el verdadero dueño del dinero –sentenció la mujer.
— No –dijo Ling—. El que lo perdió, lo perdió y el que lo encontró, lo encontró. Yo lo encontré. Y si no tiene dueño, es mío.
— Bien, hijo –siguió la madre—. Si no tiene dueño es tuyo. Pero si tiene dueño hay que devolver su propiedad.
— No, madre.
— Sí, Ling, recuerda a tu padre y piensa qué te diría él.

L ing bajó la cabeza y asintió a disgusto.
— ¿Y qué haré con las monedas que gasté? –preguntó el joven.
— ¿Cuántas monedas gastaste?
— Dos.
— Bien, ya veremos cómo podemos pagarlas –dijo Zumi—.

Ahora vete al pueblo y pregúntale a la gente quién perdió una bolsa de cuero. Empieza por preguntar cerca de donde la encontraste. Otra vez con la cabeza baja, esta vez saliendo de su casa, Ling se lamentaba de su destino. Al llegar entró en la plantación y preguntó al encargado si alguien había extraviado algo. El encargado no sabía, pero iba a averiguar.

Al rato, el hijo mayor del anciano y actual dueño del arrozal salió a su encuentro.
— ¿Tú te llevaste mi bolsa de monedas? –le preguntó en tono acusador.
— No, señor, la encontré en la calle –contestó Ling.
— ¡Dámela, rápido! –le gritó.

El joven sacó de entre sus ropas la bolsa y se la dio. El hombre vació la bolsa en su mano y empezó a contar... El muchacho se anticipó:
— Encontrará que sólo faltan dos monedas, Señor Cheng. Yo juntaré el dinero para devolvérselas o trabajaré gratis hasta compensarlo.

— ¡Trece!... ¡Trece! –rugió— ¿Dónde están las monedas que faltan?
— Ya le dije, Señor –empezó el joven—. Yo no sabía que la bolsa era suya. Pero yo le devolveré su dinero...
— ¡Ladrón! –lo interrumpió el hombre— ¡ladrón! Yo te enseñaré a no quedarte con lo que no es tuyo –y salió a la calle gritando—. Yo te enseñaré... yo te enseñaré.

El joven marchó a su casa. No podría saber si era mayor su rabia o su desesperación. A su llegada, le contó a Zumi lo sucedido y ésta lo consoló. Le prometió que ella hablaría con ese hombre para arreglar el asunto. Sin embargo, al día siguiente un emisario del juez llegó con una citación para Zumi y para Ling por el robo de diecisiete monedas de una bolsa. ¡Diecisiete!

Ante el juez, el hijo del anciano declaró bajo juramento que le había desaparecido de su escritorio una bolsa de cuero.
— Fue el mismo día que Ling estuvo a pedir trabajo – declaró Cheng— ... y al día siguiente, apareció este ladronzuelo diciendo que había “encontrado” esa bolsa y preguntando “si alguien la había perdido”. ¡Qué descaro!
— Continúe señor Cheng –dijo el juez.
— Por supuesto que le dije que la bolsa era mía y cuando me la devolvió de inmediato revisé el contenido y confirmé lo que sospechaba: faltaban monedas. ¡Diecisiete monedas de plata!

El juez escuchó atentamente el relato y luego dirigió su mirada al muchacho que, avergonzado por la situación, no se animaba a hablar.
— ¿Qué tienes para decir, Ling? La acusación que aquí se te hace es muy seria –preguntó el juez.
— Señor juez, yo no robé nada. Encontré esa bolsa en la calle. Yo no sabía que el dueño era el señor Cheng. Es cierto que abrí la bolsa y es cierto también que gasté parte de ellas en comida y juguetes para mis hermanos, pero fueron sólo dos las monedas y no diecisiete –el joven sollozaba—. ¿Cómo podría haber tomado diecisiete monedas de la bolsa si no tenía más que quince cuando la encontré? Yo tomé sólo dos monedas, señor juez, sólo dos.

— Veamos –dijo el juez— ¿Cuántas monedas tenía la bolsa cuando el joven la devolvió?
— Trece –contestó el demandante.
— Trece —asintió Ling.
— ¿Y cuántas monedas tenía la bolsa cuando te faltó? – preguntó el juez.

— Treinta, Su Señoría –contestó el hombre.
— No. No –interrumpió Ling—. Sólo tenía quince monedas. Lo juro. Lo juro.
— ¿Jurarías tú –interrogó al dueño del arrozal— que la bolsa tenía treinta monedas de plata cuando estaba en tu escritorio?
— Claro, señor juez –confirmó—, ¡lo juro!

Zumi levantó su mano tímidamente y el juez le hizo señas para que hablara.
— Señor Juez –dijo Zumi—. Mi hijo es un niño aún y reconozco que ha cometido más de un error en esta situación.
Sin embargo, hay algo que puedo asegurar, Ling no miente. Si él dice que gastó sólo dos monedas, esto es verdad. Y si dice que la bolsa tenía sólo quince monedas cuando él la encontró, esa debe ser la verdad. Quizás, señor, alguien encontró la bolsa antes de que...

— Alto, señora –interrumpió el juez—. Es mi tarea y no la tuya decidir qué pasó y administrar justicia. Querías hablar y se te permitió, ahora siéntate y aguarda mi fallo.
— Eso Señoría, el fallo, queremos justicia –dijo el demandante.

El juez hizo una seña a su ayudante para que hiciera sonar el gong. Esto quería decir que el juez iba a dar su veredicto.
— Demandante y demandado, pese a que al principio la situación era confusa, ahora se ha tornado clara –empezó el juez—. No tengo razón para dudar de la palabra del señor Cheng cuando jura que le faltó una bolsa con treinta monedas de plata...

El hombre sonrió malvadamente mirando a Ling y a Zumi.
— Sin embargo, el joven Ling asegura haber encontrado una bolsa con quince monedas –siguió el juez— y tampoco tengo razón para dudar de su palabra... Un silencio se produjo en la sala, y el juez siguió.

—Por lo tanto, es evidente para este tribunal que la bolsa encontrada y devuelta, NO ES la que perdió el señor Cheng y por lo tanto, no corresponde ningún reclamo a la familia de Lien—tzu. No obstante, se dejará archivado el reclamo del demandante a quien deberá entregársele cualquier bolsa que sea encontrada y devuelta en los próximos días y cuyo contenido de origen fuera de treinta monedas de plata. El juez sonrió y se encontró con los ojos agradecidos de Ling.

— Y en cuanto a esta otra bolsa, jovencito...
— Sí, Señoría –balbuceó el joven—. Me doy cuenta de mi responsabilidad y estoy dispuesto a pagar mi error.
— ¡Cállate!... En cuanto a la bolsa de las quince monedas, decía, debo admitir que nadie ha reclamado todavía y que dadas las circunstancias –dijo, mirando de reojo al señor Cheng— creo que es poco probable que alguien la reclame... Por lo tanto, entiendo que la bolsa podría ser declarada propiedad de quien la encontrara. ¡Y ya que tú la encontraste... Es tuya!

— Pero, Señoría... –empezó a decir Cheng.
— Señoría... –intentó empezar Ling.
— Señor juez... –quiso decir Zumi.
— ¡Silencio! –ordenó el juez— ¡Cosa juzgada! Fuera todos...

El juez se levantó y salió con rapidez del recinto, mientras el ayudante volvía a hacer sonar el gong...